Julius despertó atado de pies y manos sin recordar cómo había llegado a aquella situación. Después de varios días, de travesuras y borracheras, tampoco le extrañaba haber acabado atado de alguna manera; suponía que alguna de las últimas actividades como Saturnalicius princeps le habían llevado a algún lupanar para aprovecharse de sus privilegios.
Julius, hijo menor de una casa menor en Roma, había ganado el puesto de Saturnalicius princeps en una batalla dialéctica entre sus iguales, supervisada por los consejeros del mismísimo Emperador Calígula, Emperador que había extendido los días de festividad de las Saturnales a cinco, después de que su predecesor Aurelio lo hubiera reducido a sólo tres.
Así, durante esos días, el pueblo romano se había dado a la bebida, al disfrute y a los pequeños sacrificios disfrazados de ofrendas a los dioses, siendo sobre todo Saturno el beneficiado por todos aquellos regalos. Incluso los esclavos tenían algunas ventajas en su día a día, comparándolo con el resto de días del año.
Julius decidió dejar pasar el tiempo, deshaciéndose poco a poco de la resaca que lo acompañaba, pero comenzó a ponerse nervioso al ver que la noche se acababa y que nadie venía a soltarle de sus grilletes.
Poco antes del amanecer, dos mancebas llegaron y pusieron sobre un cathedrum, parecido a una silla con respaldo aunque con total ausencia de detalles, la toga clásica con la que vestían los romanos en el día a día. Esto llevó a pensar a Julius que todas las festividades habían acabado, pues durante las Saturnales sólo vestían con la synthesis, una ropa más informal.
Después, las mancebas soltaron las presas de Julius y le indicaron que se limpiara con el agua caliente que también habían traído y se vistiera para el fin de la festividad. Julius, aunque no había sido informado de tales procedimientos antes de hacerse con el cargo temporal, no puso objeción; se limpió como pudo y se vistió lo mejor posible, entre trago y trajo del vino dulce que le habían traído también. Cuando estuvo listo, las dos mancebas accedieron de nuevo a la habitación y le invitaron a seguir tras ellas.
A través de diversas callejuelas y túneles, Julius llegó a una estancia cerrada, iluminada en las cuatro esquinas con lámparas de aceite y con una ventana en el techo que hacía que toda la luz que entraba fuera dirigida al lectus funebris situado bajo ella. En ese momento Julius sintió cómo un gran peso se situaba en su estómago e intentó buscar una rápida salida de aquella habitación; la tecnología que dirigía la luz del incipiente amanecer era totalmente desconocida para él, pero lo que más miedo le hizo sentir fue el lectus funebris, ya que era la cama utilizada para llevar los cadáveres a la pira.
No encontró salida alguna y decidió empezar a controlar su respiración, calmándose con ello poco a poco.
Cuando se hubo calmado aparecieron dos sacerdotes, uno vestido como lo hacían las representaciones de Saturno, y la otra con los hábitos de Vesta, su hija.
–Hoy es tu último día como Julius –dijo el sacerdote–. Pero no te pongas nervioso, no es tu último día entre nosotros.
La sacerdotisa se acercó a él y lo calmó con unas caricias en el hombro.
–Estás aquí como sacrificio, es necesario para que el nuevo Sol que nace, pueda seguir haciéndolo en los años que vendrán –dijo ella en un susurro.
Julius, incapaz de articular palabra, solo miraba alrededor, con los ojos a punto de salirse de sus órbitas por el miedo y la tensión. Entonces, la sacerdotisa vertió un denso líquido en las lámparas de aceite y el ambiente comenzó a relajarse, la tenue luz comenzó a ganar en viveza, en nuevos colores y el olor fresco a hierva recién cortada inundó los sentidos de los tres que estaban en la habitación.
–Quedan solo unos momentos para que nazca el nuevo Sol. Las noches comenzarán a ser más cortas y los días más largos –dijo el sacerdote.
–Quedan solo unos momentos para que comience tu sacrificio. Tu conocimiento se expandirá y tus capacidades guiarán desde las sombras al resto de humanos –dijo la sacerdotisa.
Entre los dos forzaron suavemente a Julius a que se reclinase sobre el lectus funebris y un rayo de luz densa y líquida cruzó el techo sin difuminarse por la humareda que comenzaba a cubrir la habitación, acertando de lleno en la frente de Julius.
–El velo sobre tu mente se va a difuminar, y pese a que eres socialmente uno de los personajes más bajos entre las familias nobles de Roma, serás grande con el tiempo. Este sacrificio, desde el que renacerás, hará que nuestra organización siga manteniéndose en la sombra, dirigiendo y protegiendo a nuestros congéneres. El secreto que deberás guardar no está hecho para todos los hombres y mujeres que comparten el momento con nosotros. La energía que vas a aprender a controlar llevará tu entendimiento al límite, y tu espíritu deberá doblarse y forjarse para poder controlar su poder –completó el sacerdote.
–Mitte potentia. Rubrum luminaria in via. Mitte potentia. Rubrum luminaria in via. Mitte potentia. Rubrum luminaria in via. ¡Mitte potentia. Rubrum luminaria in via!
La luz de la habitación se tornó roja con las palabras recitadas en un susurro por la sacerdotisa, y poco a poco se fue convirtiendo en hilos que se fueron trenzando con el rayo de luz que surgía desde el techo hasta la frente de Julius.
–Un nuevo Sol, un nuevo adepto, un nuevo protector –respondió Julius, con unas palabras que estaba pronunciando sin saber de dónde venían–. Acepto el sacrificio de una larga vida bajo las órdenes de la energía regidas por vuestro consejo, en favor de perpetuar el nuevo Sol, la transmisión del conocimiento y la protección de las viejas costumbres ocultas.
–Y nosotros aceptamos el sacrificio de guiarte, de enseñarte y de protegerte en este nuevo camino dentro de nuestras filas –respondieron dos dos sacerdotes a la vez–. Tenebrae minuantur. Illuminet nos lux infinita –recitaron.
La oscuridad brotó del cuerpo de Julius y se hizo densa, como una canica de mármol negro. Después la luz del techo se hizo más fuerte e inundó su cuerpo.
La sacerdotisa capturó la canica oscura del aire e invitó a Julius a que se levantara. Después posó la canica en el lugar en el que él había estado tumbado.
El sacerdote recitó unas palabras inaudibles y la canica negra explotó en miles de partículas de polvo negro que cubrieron todo el suelo, pavimentado ya antes de cientos de miles de partículas similares fundidas con la misma piedra.
El sacrificio había concluido. Julius había muerto. Julius había nacido.
El anterior relato pertenece a las historias perdidas de los primeros Consejos. Para saber más obre El Consejo de los actuales días y sus aventuras podéis leer en El Consejo – Edición Completa. En edición digital y tapa blanda en amazon.