Olor a lápiz
El olor a lápiz, a madera recién afilada que muestra su corazón de grafito, me lleva inmediatamente a la silla de la escuela, con patas de metal pintado de verde, con respaldo y asiento amarillos, a la mesa pintada de manera similar, con su bandeja de varillas color marrón, al aula en la que había pasado los primeros años de aprendizaje en mi infancia.
Vuelvo a estar allí, frente a la pizarra, con una tiza blanca entre los dedos, intentando dibujar los ríos que riegan y dan vida a la península, indicando dónde nacen y dónde van a descansar.
Frente a mí, los compañeros de la niñez, con los que había jugado al fútbol y a la peonza, con los que había tirado piedras y petardos y con los que había compartido trastadas y huidas. No habían cambiado, tampoco yo.
Vuelvo a tener una mata de pelo inasequible al desaliento ante los dientes del cepillo, la sonrisa en los ojos de los que se saben invencibles e inmortales, y la energía interior del que tiene toda una vida por delante.
Los rayos del sol inundan el aula por sus ojos de cristal, y su calor hace crecer las plantas en vasos de yogur que pueblan los poyetes de las ventanas. Nos alimentamos con su luz y nos distraemos cuando atraviesan alguna partícula de polvo que flota estática ante su presencia.
Distraídos, pensando en las musarañas, pasándonos notas de papel o tirándonos bolitas, del mismo material, armados con el cuerpo de un bolígrafo a modo de cerbatana. De vez en cuando un golpe seco nos devolvía a la realidad, dependiendo del profesor que nos tocara en ese momento, podía ser una tiza lanzada con tino o un borrador volando con desgana.
Nos daba todo igual, éramos niños, con ganas de jugar, de disfrutar, y los golpes no nos afectaban; incluso hacíamos pequeñas apuestas para ver quién era capaz de ganarse más reprimendas en una mañana. Esa rebeldía, ese desafío a “los altos” mostrábamos.
La luz, los colores, vivos, luminosos, irradiantes de energía, positivos.
Oigo voces del presente que me agarran y me atraen hacia el cubículo oscuro en el que trabajo. Un dos por dos con paredes a media altura de plástico gris, sin vida, sin alegría.
—Luis, necesito el boceto para ayer. ¡Vuelve a la realidad y dibuja algo útil!
—Sí, señor Facundo, enseguida se lo entrego. Sólo falta terminar de darle unos toques a la fachada y ponerle algo de color.
—¡No hace falta darle color! Ya pintarán los niños dentro de la escuela, déjalo todo gris. Así no se estimulan de más. Pero termínalo ya.
Cómo desearía poder volver treinta años atrás. Menos mal que aún tengo mi pequeña máquina del tiempo.
relato publicado en el #3 de la Revista Argonautas
imagen de Michael Jastremski descargada de openphoto.net