Dócil

Nací en una camada de seis; lo recuerdo bien, aunque a los pocos días de nacer me separaron de mis hermanos y hermanas. Mis dueños me eligieron porque parecía ser la más dócil de los seis. Eso lo decidieron tras realizar varias pruebas para comprobar mi agresividad o estado de alteración, y asumieron que mi falta de ganas para responder a sus juegos y travesuras era docilidad. Así que me llamaron Dócil desde el inicio, y yo seguí actuando de la misma forma, a mi manera.

Durante los siguientes cuatro ciclos me trataron como a una reina, aunque al final de ese período las cosas comenzaron a cambiar. Noté cómo la barriga de mi dueña crecía poco a poco y asumí que ella tendría una camada propia. No sabía cómo afectaría aquella situación a mi estatus dentro de la familia, de la que me había apoderado con docilidad y buenas maneras, pero continué actuando de la misma forma, intentando evitar excesos y agravios.

Cuando llegó el bebé, las cosas cambiaron, como era evidente, pero no tanto como podría haber sucedido. Intenté ser cariñosa con el nuevo miembro de la familia; lo protegía de las amenazas que veía, aunque no fueran advertidas por sus padres, y me propuse, de manera descuidada, velar por él.

El bebé creció y se hizo niño. Cuando comenzó a moverse y a andar, jugábamos por toda la casa: saltábamos, nos arrastrábamos y correteábamos, causando los mínimos destrozos posibles.

Cuando el niño tenía cuatro ciclos, yo ya tenía ocho, comenzó a hacerme travesuras, cada vez de manera más frecuente. Al principio no me defendía, pensando que solo eran chiquilladas y que tarde o temprano aprendería que aquello estaba mal, pero no fue así. Se ve que los niños humanos, los humanos en general, no aprenden a comportarse a la misma velocidad que el resto de los animales.

La última vez que me hizo daño, el niño había aprendido a utilizar un mechero de cocina que su madre usaba para encender el hornillo y cocinar; el niño lo utilizó para prenderme la cola. Rápidamente me acerqué a su madre, maullando, y con presteza ella apagó el fuego, cogiéndome en brazos y duchándome en el lavabo. No sé cuál de las dos cosas me disgustó más: si el pequeño incendio o el remojón, que bien pudo evitarse.

El niño recibió la debida reprimenda y no volvió a hacerme ninguna jugarreta, pero los gatos no olvidan, y las gatas mucho menos.

Como podrán comprender, no podía dejar que aquello pasara como agua bajo el puente. Así que mi venganza consistió, en primer lugar, en dejar de protegerlo.

De esta forma, las amenazas que hasta el momento no habían sido atendidas por los padres, o por el propio niño, comenzaron a afectar a la familia.

Al principio, al dejar de protegerlo, no ocurrió nada; hay seres, fuera del reino animal, que también aprenden rápidamente cómo deben comportarse. Sin embargo, la ausencia de refuerzo por mi parte a esos comportamientos plácidos y no agresivos hizo que, una noche, una luna después de que el niño me quemara, uno de estos seres le hiciera una breve visita nocturna.

Ello en las llamas con el niño y el gato

Yo observé todo con tranquilidad desde el quicio de la puerta.

Este ser, al que yo veía translúcido y con forma antropomorfa, aunque con miembros de más —cuatro piernas, dos mirando hacia adelante y otras dos hacia atrás, al igual que los cuatro brazos—, contaba además con una espalda jorobada de la que colgaban tres pares de ojos y una barba tan larga que le daba la vuelta al torso, dejando hueco sólo para que los ojos extra pudieran mantenerse estáticos y no fueran saltando con cada movimiento.

Ello —pues no se podría definir como él o ella— se acercó al niño en silencio pasadas las tres de la madrugada. Las cortinas de la ventana se contonearon, la temperatura de la sala descendió un par de grados y la oscuridad se volvió más densa, casi pegajosa.

El niño comenzó a tener dificultades para respirar, y cada intento de introducir aire en sus pulmones se acompañaba de un ligero bufido.

Entonces Ello, que así llamaremos al ser cuyo nombre es impronunciable por los humanos, se acuclilló frente al niño, manteniendo su extraña forma de banqueta rococó de cuatro patas. En ese instante, sopló y aspiró el aire de la habitación, cambiando su sustancia, volviéndolo frondoso, como si aquel cuarto estuviera bajo el agua. Al niño le costaba mucho más respirar, y pronto sintió el reflejo de forzar tanto la respiración que se despertó con síntomas de ahogo.

Por un instante, el niño vio a Ello, antes de que este se desvaneciera. Entonces comenzaron los gritos y los llantos.

Al instante aparecieron los padres, mientras yo desaparecía sin hacer ruido hacia mi mullida cama de gato, en la otra punta de la casa. Podría decir que aquella noche dormí mal, sintiendo culpa por haber dejado que aquello ocurriera, pero sería falso, y no está en mi naturaleza mentir.

Durante las siguientes semanas, y sin ninguna aparición más, el niño no durmió más de dos horas seguidas. Protestaba a la hora de irse a la cama y revisaba toda la habitación; obligaba a sus padres a dejar luces encendidas bajo la amenaza de gritos, gruñidos y lloros, e incluso se metía bajo las sábanas como si de una tienda de campaña se tratara.

Evidentemente, los seres del otro lado no iban a hacer solo una incursión de prospección, y semanas después volvieron para recoger un poco más de aquel miedo cerval que estaba consumiendo al niño.

Ello volvió, pero esta vez fue menos sutil, pues las luces encendidas le hacían perder la compostura. Así que lo primero que hizo fue apagarlas. Luego cogió una pelota de plástico barata que estaba tirada en el suelo —del tamaño de un balón de fútbol sala— y comenzó a pasársela por sus cuatro manos, hasta que tomó el ritmo necesario para empezar a botarla uno de cada cuatro pases. Al tercer bote, el niño ya tenía los ojos abiertos como platos bajo sus sábanas, paralizado y sin poder siquiera gritar del terror que lo inmovilizaba. Al cuarto bote, Ello paró; estaba haciendo las precisas comprobaciones de que los padres no aparecieran con el ruido. No lo hicieron.

Entonces comenzó a extender sus miembros y se desplegó sobre las sábanas, cubriéndolo como si la cama estuviera bajo las ramas de un manglar. El niño seguía sin poder gritar ni moverse, pero una lágrima comenzó su lento descenso por su mejilla. Las piernas le empezaron a temblar y, al igual que en los manglares, la cama comenzó a humedecerse debajo de él.

Aquello no me gustó del todo; Ello se estaba excediendo un poco para mi gusto, así que maullé con desánimo y Ello desapareció. Volví a mi cama paseando con garbo por la casa, en silencio y, cuando me acurruqué, comenzó el llanto del niño. Pude dormir haciendo oídos sordos al ajetreo de la casa, con el cambio de sábanas incluido.

Dos terceras partes de mi pequeña venganza se habían cumplido: el niño había pasado semanas de perrerías, aunque mayormente fuera su imaginación la que lo había hecho sufrir, y ahora se había remojado sin querer. Solo quedaba un elemento para culminar la lección, uno que podía hacer chispas o dar calor, uno que dejaba secuelas a medio y largo plazo, pero que no quería que se descontrolara, pues podríamos sufrir todos en la casa. Yo no era una salvaje, así que tendría que extremar la precaución.

Las siguientes semanas fueron horribles para la familia. El niño comenzó la mala costumbre de evacuar cuando no debía y donde no era el lugar, ante la mínima sensación de temor. El más ligero susurro o roce podía hacer que el terror bloqueara su cuerpo y soltara sus esfínteres. No puedo confirmar ni desmentir que, de vez en cuando, me acercara tras él con el sigilo de mi especie para ver cómo reaccionaba. Pero aquello no era el fin de mi venganza, ya lo saben, así que comencé a planificar.

Tenía que convencer a los seres del otro lado de que me hicieran un pequeño favor; esa parte iba a ser complicada. Y la complejidad inicial, o más bien la molestia, era que debía mantenerme mojada para hacer el tránsito y encontrar a Ello. Así que una noche, cuando toda la familia estaba dormida y agotada por un día ajetreado, decidí cruzar el velo. Vertí el agua que me dejaban en un plato hondo de plástico sobre el suelo de madera y me posé sobre ella. Mojé mis cuatro patas y mi barriga, sintiendo una repulsión inmediata, pero debía continuar.

Me concentré profundamente en lo que quería conseguir y comencé a ver más allá. La realidad se rompió lo justo para poder pasar, y aunque esperaba que nada cruzara desde el otro lado, no las tenía todas conmigo. Cuando comencé a oír con nitidez el siseo y los chisporrotéos del otro lado, supe que era el momento de cruzar. Encontrar a Ello fue fácil; me estaba esperando. Se olía algo, pues durante años yo había protegido al niño y en las últimas visitas sólo observaba mientras actuaban sobre él, para sentir su vívido temor.

Hablamos durante unos minutos y llegamos a un acuerdo: ellos tendrían otra oportunidad de hacer sufrir al pequeño y yo tendría mi venganza. Después de aquello no habría más incursiones, ni desde ni hacia el otro lado.

Cuando volví a mi realidad, el velo se rasgó un poco más, con el sonido que hace la seda al ser acariciada; Ello venía detrás de mí.

Con rapidez y sin regodearse en el acto, atrapó al niño con sus dos brazos traseros, mientras que sus ojos colgantes lo observaban. El niño intentó gritar, pero de su boca no salió sonido alguno; tenía los ojos como platos, incapaz de creer lo que veía, y se sentía rígido como un palo.

Ello y el niño cruzaron el velo, y yo los seguí.

Hogueras en la distancia despedían humo, de las grietas del suelo escapaban vapores de azufre, y entre las nubes negras solo se veía algún fugaz rayo que iluminaba la escena.

Ello en las llamas

Ello tiró al niño al suelo, dentro de un círculo de piedras que de inmediato comenzó a arder.

El niño empezó a llorar y a gritar, estático, ya que no tenía a dónde ir.

Ello se alimentó de aquel momento, y otros de su especie aparecieron para hacer lo mismo.

Cuando ni yo misma podía soportar el dolor que el niño estaba sufriendo en su alma, crucé el muro de fuego que nos separaba y me quedé mirándolo fijamente.

Ello pasó conmigo al círculo de fuego y habló por mí:

—No vuelvas a hacer daño a ningún ser; siempre hay alguien que puede devolverte ese daño multiplicado. ¿Comprendes lo que te digo?

El niño no podía hablar, estaba petrificado, pero intentó balbucear algo mientras agitaba la cabeza adelante y atrás.

Salí del círculo de fuego sin quemarme; tenía mis protecciones en aquel lugar.

Ello extendió sus cuatro brazos y las llamas desaparecieron. Luego, también salió del círculo.

Le hice un gesto al niño para que me siguiera, y salimos del otro lado de vuelta al hogar.

Tuvo ligeras secuelas durante un tiempo; debía tenerlas para que la lección se fijara en su gran cerebro, pero no volvió a hacerme daño.

Yo seguí siendo Dócil.

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